5 cosas raras que sólo le pasan a un biólogo ~ Bioblogia.net

22 de abril de 2015

5 cosas raras que sólo le pasan a un biólogo

Algunas situaciones extrañas a las que me ha llevado la Biología

1. Hacer snorkel en el agua de refrigeración de una central nuclear sueca.

Después de cinco años en la cálida Barcelona, estudiando el color del plumaje de las aves... ¿Quién me iba a decir a mí que iba a terminar de pescador en el Báltico? 

Con el Dr. Sundström, mi futuro sidekick cuando nos convirtamos en superhéroes.

Y sin embargo, allí estuve durante dos años, estudiando cómo las condiciones ambientales de un lago templado artificialmente pueden ayudarnos a predecir las posibles consecuencias del cambio climático.

Aquí estoy yo, buscando puestas de Perca (Perca fluviatilis) en el agua calentita. Todavía no me ha salido ninguna nueva extremidad.

Las primeras veces, cuando te entraba un poco de agua por el tubo y echabas un trago nuclear involuntario, casi sentías que tu piel comenzaba a emanar un tenue resplandor amarillo fluorescente. 

Pero al rato, una vez te hacías a la idea, era mucho más agradable chapotear dentro del templado lago artificial, que en el gélido Mar Báltico circundante. 

Ya os iré contando si me descubro algún superpoder.


2. Organizar un transporte de emergencia para casi 100 pajaritos atacados por mosquitos tigre.

Mi tesis fue oficialmente perpetrada en la bella ciudad de Barcelona, pero en realidad no pasaba mucho tiempo en la ciudad. La mayor parte de mi actividad predoctoral se realizaba a las afueras, en parques y bosques cercanos, donde vivían los pajaritos.

Heme aquí en mi oficina local

Durante un tiempo, mantuvimos cerca de un centenar de lúganos (Carduelis spinus) en jaulas al aire libre, en uno de esos bosques periurbanos. 

Un día, una compañera del departamento y yo nos acercamos a las jaulas para hacer la limpieza y el mantenimiento rutinarios, y de pronto empezamos a sentir montones de picaduras de voraces mosquitos tigre (Aedes albopictus).  

Ya de por sí, esto no era bueno para las pobres aves, pero es que además descubrimos que un par de lúganos tenían síntomas de una grave enfermedad infecciosa. Era una enfermedad aviar, inocua para los humanos, pero fácilmente transmisible entre aves a través de los mosquitos.

Era imperativo sacar enseguida a esos pájaros de allí. 

Debíamos trasladarlos inmediatamente al laboratorio para ponerlos en cuarentena individual, antes de que la enfermedad se transmitiera a toda la colonia.

Sólo teníamos unas 8 ó 10 bolsas de anillamiento y alguna jaulita de transporte pequeña. Pero llevarlos en grupos era muy peligroso; la infección se podría transmitir fácilmente incluso mediante un breve contacto entre las aves.

 ¿Cómo íbamos a transportarlos individualmente? 

Por suerte, una infancia expuesta a innumerables capítulos de McGyver y el Equipo A nos había preparado para este momento.

Había un centro comercial cerca de allí, al que nos dirigimos a toda velocidad, derrapando en las rotondas. Una vez allí, compramos un rollo de cuerda fina, y un centenar de calcetines y pinzas de tender la ropa.

Con la cuerda, creamos una maraña cubriendo todo el habitáculo de mi sufrido Renault Clio, metimos a cada luganito en un calcetín, y colgamos todas estas improvisadas bolsas de anillamiento de la tupida red de cuerdas. 

Tras avisar a los colegas del laboratorio de nuestro plan de evacuación, nos dispusimos a regresar del bosque y cruzar Barcelona con cien sonoros calcetines balanceándose en el interior del coche. 

Por suerte, no nos detuvo ningún agente policial por el camino (¡imaginad las hipotéticas preguntas y respuestas!), y conseguimos realojar a nuestros inquilinos, atajando la infección.



3. Ser sospechoso de contrabando de... corcho.

Hubo otra ocasión en la que la Guardia Civil sí que detuvo nuestro vehículo.

A finales de 2004, recién licenciados, el bichólogo, otra amiga y yo colaboramos con una empresa para colocar un millar de cajas nido de corcho por toda Extremadura. 

Para colocar todas esas cajas, primero había que construirlas, así que nos pasamos varias semanas en un garaje, atornillando piezas de corcho unas con otras, pim-pam, creando chalets unifamiliares para carracas (Coracias garrulus) y cernícalos primilla (Falco naumanni).

Yo debí volverme alérgico al polvo del garaje, o quizá al corcho, porque no dejaba de estornudar. Pero éramos jóvenes y valientes, así que seguimos, pim-pam, atornillando corcho hasta el infinito.

Bueno, hasta el infinito no. 

Un día se nos terminó la materia prima y hubimos de ir a por más. Un artesano de un pueblo cacereño nos hacía de proveedor, así que allí nos dirigimos con una enorme furgoneta con un remolque a juego.

A la vuelta, por la autovía entre Madrid y Badajoz, ya cerca de la frontera con Portugal (supongo que una típica ruta contrabandística), un agente de la Benemérita observó con suspicacia nuestro voluminoso convoy, y obviamente nos hizo detenernos.

Bajé la ventanilla y miré al agente a través de mis ojos vidriosos y enrojecidos por la constante alergia.

-“Buenas tardes. Qué llevan ustedes ahí.”

-“Ehh... corcho... –balbuceé con una sospechosa voz nasal - ... Para hacer cajas nido...”

-“Baje del vehículo.”

Nos llevó un rato laaaaargo convencer al suspicaz agente de la legalidad de nuestra inocente labor. 

Finalmente, a pesar de mi desaliñado aspecto de consumidor habitual de sustancias estupefacientes, el agente nos dejó marchar, no sin antes sugerirme la conveniencia de un saludable cambio de profesión.

Pero éramos jóvenes y valientes, así que seguimos, pim-pam, atornillando corcho...



4. Pastorear y recopilar a manojos grandes cantidades de aves zancudas.

Muchos de mis más gratos recuerdos biológicos se los debo a las múltiples y variopintas jornadas de voluntariado ambiental y colaboración científica en las que he tenido la suerte de participar.

Pastoreando flamencos (Phoenicopterus ruber) al amanecer.

Durante varias temporadas, estuve parasitando laboralmente la Estación Biológica de Doñana, primero durante estancias breves de investigación, y más tarde, como Monasterio de Clausura para terminar de escribir la tesis (como hace tanto calor en Sevilla en verano, no había escapatoria de la biblioteca del centro).

De vez en cuando, me evadía del yugo de la tesis (“amarrado al duro banco... de una galera turquesa...”) colaborando en las campañas de anillamiento científico de moritos y flamencos.

Recopilando manojos de moritos (Plegadis falcinellus).

Ambas actividades requieren la coordinación de enormes grupos de voluntarios, y sentirse parte de esa enorme actividad coordinada, sentir que sirves para algo útil, contrastaba de forma bellísima con la leeeenta y anodina escritura de la tesis.

Relajaba un montón.


5. Adentrarme en salvajes regiones del trópico... y golpearme con electrodomésticos hundidos.

Hace un par de años tuve la epifanía de todo biólogo de bota: Participar en un proyecto de investigación basado en trabajo intensivo de campo en un país tropical.

La isla de Trinidad forma parte de un país moderno y civilizado; sin embargo para el tierno e impresionable biólogo que soy, este lugar aún conserva un halo exótico de aventura... y además, montones de serpientes, tarántulas, caimanes, peces monstruosos... 

¿Quién se anima a identificar a mi dentada mascota?
Nos encontramos de todo, y disfrutamos enormemente. 

Nuestra misión principal era muestrear pequeños arroyos y riachuelos, en busca del guapo pececito Corynopoma riisei, para estudiar su evolución, comparando nuestras observaciones con otras equivalentes realizadas una década atrás.

Con esta noble excusa, tuvimos ocasión de descubrir idílicos rincones como éste.

Dr. Kotrschal y Dr. Bióblogo working hard in the field.

Pero, ay amigos, en una década cambian muchas cosas, y algunas de las localizaciones que debíamos muestrear habían sucumbido a la imparable expansión humana. Curiosamente, a C. riisei no parecía importarle lo más mínimo, y a menudo encontrábamos saludables poblaciones incluso en las aguas más contaminadas.

Así fue que un día hubimos de sumergirnos, con el agua al cuello como en la siguiente foto, en un infecto canal que serpenteaba tras unas humildes chabolas. Eso sí, antes le preguntamos al propietario de la chabola más cercana si en el agua podía haber algún escombro donde nuestra red se pudiera enganchar.

No hicimos foto del infecto canal, pero era como este arroyo,
(sólo que contaminado y con mobiliario de cocina subacuático).


Él nos aseguró que se bañaba a diario allí y que, a pesar de la opaca turbidez del agua, el canal estaba limpio y transitable. Incluso se veían caimanes a menudo.

“Ah, pues qué alivio” –pensé yo. 

Y poco a poco nos adentramos en el canal, mirando con suspicacia cualquier fuente de burbujas subacuáticas.

Pero cuando, minutos más tarde, por poco destrozo mi rodilla golpeándola con un enorme objeto metálico sumergido, nuestro amigo reconsideró de súbito:

- “¡Ah, sí! Por ahí debe haber una cocina de gas que deseché hace poco.”

No sé muy bien cómo transmitirlo, pero estas anécdotas nos mataban de la risa...

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¡Y hasta aquí mi contribución a la causa #cosasdebiologos!

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